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Torres del Paine
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Ángel Martínez Bermejo

En busca del puma en Torres del Paine

Ionov Vitaly/Shutterstock.com

Una noche, en un café de Puerto Natales, escuché una historia sobre los pumas que merodean por las montañas de los alrededores, cerca ya del parque nacional Torres del Paine. En la Patagonia chilena no es raro que los pumas, de vez en cuando, maten unas cuantas ovejas en las estancias y es sabido que las madres llevan a sus crías para que aprendan a cazar atacando un rebaño. Pero esta vez se trataba de un caso insólito ya que el animal había atacado a un pescador que se había internado en un valle aislado y solitario. El viento del otoño soplaba con fuerza al otro lado de la ventana cuando contaban cómo uno de los guías del parque fue en busca del puma, lo identificó y lo abatió de un tiro. Era necesario, me dijeron, porque el animal que le pierde el miedo al ser humano se vuelve peligroso. Me pregunté cómo podían estar seguros de que era el animal que buscaban, pero eso es algo que queda en el misterio de una sabiduría que sólo da el vivir en esta tierra del fin del mundo, donde la naturaleza no está domesticada.

La historia del puma fue mi primer contacto verdadero con un mundo solitario, casi salvaje, del interior de la Patagonia chilena. Puerto Natales es un lugar que me gusta, una pequeña ciudad con aire de frontera, de último lugar antes de lo desconocido, en la que todavía es posible encontrar a los pioneros que colonizaron esta región salvaje y se enfrentan con naturalidad a los grandes predadores. Está a orillas de la bahía de Ultima Esperanza —siempre los terribles nombres patagónicos, como bahía Inútil, Paso del Hambre o fiordo Obstrucción—, adonde sólo se llega por una carretera desde Punta Arenas o en el transbordador desde Puerto Montt, que viaja durante tres días entre canales y glaciares. Las colinas que rodean Puerto Natales están cubiertas de nieve casi todo el año y la ciudad parece luchar contra el tiempo gris con casas de colores brillantes. En el puerto, los cisnes de cuello negro nadan en grupos, disfrutando del agua fría.

Torres del Paine

Anton Petrus/Shutterstock.com

A la mañana siguiente continué mi camino hacia el parque nacional Torres del Paine, uno de los parajes más hermosos y aislados del mundo. Aquí, en estas tierras perdidas de la Patagonia, parece que todo tiene otra dimensión. Todo es inmenso y está lejos de todo. Me dijeron que, hasta hace muy pocos años, en las estancias más cercanas a Puerto Natales, que tienen algo de contacto con el exterior, la modernidad significaba que podían oír la televisión. Es decir, que llegaba el sonido pero no la imagen, que se perdía por los páramos batidos por el viento. En el camino al parque no hay más pueblos, apenas un grupo de casas en Cerro Castillo, donde se encuentra un puesto fronterizo con Argentina y algún cobertizo donde se recogen las ovejas.

Hasta hace muy pocos años, la modernidad aquí significaba que podían oír la televisión, es decir, que llegaba el sonido pero no la imagen.

Al cabo de unas horas de viaje, en una vuelta del camino, apareció la silueta imposible del Cuerno del Paine, que se distinguía con claridad entre las montañas que la rodeaban. Es el pico más espectacular del parque nacional Torres del Paine, un grandioso conjunto de glaciares, lagunas, bosques y crestas de paredes tan inclinadas que la nieve no llega a agarrarse. Es todavía territorio salvaje, en el que abunda el puma y el zorro. Desde la pista se veían manadas de guanacos con sus chulengos, las crías menores de un año, y algún ñandú huidizo. Este parque es una meca de montañeros y amantes de la naturaleza, que encuentran en esta tierra virgen el mejor escenario posible para caminatas y escaladas. Hay quien lo define como una Alaska en miniatura.

Es difícil olvidar el primer amanecer en Torres del Paine. Antes del alba, si el viento se detiene, a orillas del lago Pehoé todo está en calma. La cordillera parece flotar sobre las aguas, cambiando de aspecto cada minuto en la claridad creciente. De la cumbre del Paine Grande, la montaña más alta, cuelga la masa de hielo del Ventisquero Francés, y en la luz clara de la mañana parece que está al alcance de la mano. De repente, un rayo de sol ilumina la cima del Cuerno y el resplandor es una llamada para lanzarse a explorar este mundo remoto.

Torres del Paine

Oomka/Shutterstock.com

Pasé varios días en el parque, entregado a su belleza. La primera tarde caminé hasta la parte alta del Salto Grande —la catarata por la que desagua el lago Nordenskjöld en el Pehoé— y luego continué por la orilla. Allí enfrente está el Cuerno Principal y el Valle del Francés, que se interna en sus laderas cubierto de niebla. Descansamos en una pequeña playa gris, disfrutando del paisaje intacto.

Otro día fui por una pista hasta el puesto de guardia del lago Grey e inicié una caminata hasta el lago. Crucé el río Pingo por un puente colgante y atravesé un bosque de lengas y coihues, denso y sombrío, hasta llegar a una gran playa a orillas del lago, adonde van a parar los témpanos de hielo que se desprenden del glaciar. Son azules, de formas caprichosas, algunos grandes como casas que han cruzado el lago flotando. Desde lo alto de una pequeña colina la vista alcanzaba hasta el glaciar que nace del mismo Campo de Hielo. En una lancha recorrí estas aguas frías, sorteando los témpanos y buscando aquellos con formas más insólitas. En otro momento del año, cuando el verano haya avanzado, prácticamente habrán desaparecido todos y el lago tendrá una imagen mucho más corriente, sin los gigantes azules flotando a la deriva. Al día siguiente alcancé el otro extremo del lago para ver el glaciar, y fue emocionante contemplar un grupo de cóndores que sobrevolaba esa masa de hielo antiguo y aterrador.

Contemplar el cielo austral que aparece con las estrellas revueltas, sin el orden de las constelaciones al que estamos acostumbrados quienes venimos de otras latitudes

El parque toma el nombre de las Torres, un grupo rocoso de paredes verticales que apenas se distinguen desde esta zona, por lo que hay que dar la vuelta al macizo para disfrutar de una perspectiva mucho mejor de estas moles de granito. Desde la laguna Amarga, donde suelen anidar los flamencos, las Torres dominan el horizonte. Igual que el lago Sarmiento, esta laguna tiene un alto contenido salino debido a ser cuencas cerradas, sin desagüe. El agua se pierde por evaporación y deja una capa blanca y blanda en la orilla, que añade un punto extraño al lugar.

Torres del Paine Puente Colgante

mundosemfim/Shutterstock.com

Otro día inicié la caminata hasta la laguna que está en la base de las Torres avanzando por una ladera cubierta de calafate y mata barrosa. Al abrigo de uno de estos matorrales distinguí, escondido, a un tucúquere, un búho que me miró con sus grandes ojos amarillos. No emprendió el vuelo, porque estaba incubando sus huevos, pero me guiñó un ojo. Subimos durante horas y atravesamos otro bosque de lengas. Empezó a nevar y los copos blancos que flotaban llevados por el viento amortiguaban los ruidos. Al final tuvimos que regresar sin haber alcanzado la laguna. No me importó porque no quería subir a ninguna cima, ni completar una travesía, ni culminar nada. Sólo vivir en la naturaleza.

La última noche, con luna nueva, salí a contemplar el cielo austral que aparece con las estrellas revueltas, sin el orden de las constelaciones al que estamos acostumbrados quienes venimos de otras latitudes. Al escudriñar este cielo desconocido y disfrutar de un silencio interminable tuve la sensación de que hay algo de pagano en esta región, en la que uno puede ver cóndores y zorros, o bañarse en un lago alimentado por aguas que han estado congeladas durante siglos, y donde la presencia del hombre es muy reciente. En ese momento me pareció que la historia del puma que oí en Puerto Natales formaba parte de la relación normal de los pioneros con este mundo natural.

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